Una historia corta
Ana Gabriela Rojo Fierro, estudiante de la licenciatura en RI
Ana Gabriela Rojo Fierro, estudiante de la licenciatura en RI
Hoy es el cumpleaños centésimo primero de
Julián. Es una pena que sólo él lo sabe.
A menudo piensa en los días de antaño, y en
el caos en que el mundo estaba inmerso. Menos mal que sólo él puede recordarlo.
Sale de su casa a media mañana, es un día soleado,
cosa que siempre lo alegra. Se dirige sin mayor meditación a la cafetería de la
esquina.
La mujer detrás del mostrador es una distinta
a la del día anterior, y a la del día anterior al anterior.
Y es así porque en La Ciudad, nadie tiene
recuerdos. Nadie, a excepción de Julián.
No es que el resto de los habitantes de La
Ciudad tengan una memoria tremendamente mala, pero es que no pueden dejar de
olvidar.
Por el momento sólo recuerdan tres cosas: el
idioma que hablan, que en la vida se trabaja por dinero, y que se tiene y se cuida a los hijos.
A tal grado sólo son capaces de recordar las
tres cosas anteriores que incluso han olvidado quiénes son sus hijos, sus
parejas y sus amigos.
En qué locura han de vivir ¿no? Pues en
realidad, la vida en La Ciudad es increíblemente sencilla.
Si bien no recuerdan quiénes son sus hijos,
tampoco recuerdan que no lo recuerdan. Lo mismo da cuidar por un instante a la
niña de coletas, que cuidar al niño pecoso al minuto siguiente.
Sucede lo mismo con sus casas, sus trabajos y
sus parejas. Y digo ‘sus’ aunque en realidad, siendo que todo es de todos, nada
es de nadie.
Julián se aproxima al mostrador y pide un
panecillo y un té de limón; no hay que perder de vista que hoy es un día
especial.
Se sienta en una mesa con vista a la calle y
como de costumbre, su mente revolotea sobre los libros que tiempo atrás leyó y
no ha vuelto a leer. Porque en La Ciudad, los libros ya no existen, hace tiempo
que los habitantes los quemaron al no entenderlos.
Por unos breves segundos Julián añora leer,
pero rápidamente recapacita: es mejor así.
Más de una vez se ha sentido tentado a
escribir algo, simplemente para leerlo él mismo, pues sabe que nadie más que él
recuerda cómo leer.
Muchos años atrás, cuando Julián era un niño,
los libros eran lo más común del mundo, pero eran tiempos diferentes, en que
las personas todavía tenían recuerdos. Había libros de todo lo que pudieras
imaginar: había libros sobre las cosas de las que estamos hechas las personas,
los había sobre lo que hay en el universo y en el mundo, sobre lo que pensamos
y por qué lo pensamos… incluso había gran cantidad de libros sobre lo que no
existía ni parecía fuera a existir. Es decir, había un sinfín de libros distintos.
Y pensar que fue un solo tipo de libro el que
causó tal alboroto, por tantos miles de años. Un libro maligno, que envenenó a
las personas: el libro de historia.
Y es que cuando las personas tenían recuerdos,
no quedaban satisfechas con los propios; querían conocer los de los demás, y
peor aún, plasmarlos.
El libro de historia era lo peor que se
puedan imaginar, y lo más absurdo fue la importancia que se le dio.
Déjenme explicar en qué consistían los libros
de historia (sí, terrible, pues eran muchos más de uno) Bueno, pues, el libro
de historia era la carta de denuncias; la recolección de agravios cometidos por
unos contra otros.
¿Se imaginan qué clase de loco habrá pensado
en crear tal monstruo? Al plasmar los perjuicios de hombres contra hombres, los
inmortalizaban.
A consecuencia de esto, los hombres como es
de esperarse, no perdonaban, porque no podían olvidar.
Tal nivel de odio y rencor llegaron a sentir,
que buscando los unos y los otros el exterminio de estos y aquellos, que en el
último ataque encontraron lo que no buscaban: la forma de olvidar.
En este último ataque dañaron y contaminaron
tanto al planeta, que algo cambió en el aire. El aire se volvió tóxico, y entre
más se respiraba, más se olvidaba.
Todos menos -y este era su tormento- Julián.
Claro es que podía ver las ventajas, piensa
mientras termina su panecillo. Tenía el privilegio de ser consciente de todo
cuanto pasaba, por más solo que se sintiese.
Saliendo de la
cafetería suspira, ya era muy anciano y aún tenía algo por ver. Ansiaba el
momento en que el idioma, el dinero, e incluso los instintos, fueran olvidados.
En tal estado de anarquía podría, por vez primera, ver la libertad.
Los hombres tienen miedo a la mujer sin miedo
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